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BEATRIZ PRECIADO / REVOLUCIONES VIVAS Y MUERTES CHIQUITAS

"El transfeminismo queer como proyecto revolucionario no puede confundirse con un movimiento de funcionarios de “mujeres” y “gays” que participen en proyectos estatales de representación y producción de visibilidad. Frente al feminismo liberal especializado en discriminaciones sexuales, se afirma aquí un transfeminismo extendido, una teoría política situada que conoce de cerca el corazón de la bio-tanatopolítica y que se arriesga a redefinir los parámetros de la vida y la ciudadanía mundial más allá de los registros de las identidades nacionales, sexuales o raciales, pero también humanas o animales"
Estamos asistiendo a una mutación de los dispositivos biopolíticos de producción y control del cuerpo, el sexo, la raza y la sexualidad. Entre 1940 y 1968, mientras se elaboran redes de conexión informática planetarias y se deforestan tres cuartas partes del planeta, se perfilan también nuevos dispositivos farmacopornográficos, nuevas formas de control extenso, globalizado, biotecnológico, microprostético, digital y cibernético del sexo y de la sexualidad: se inventa la noción de género como instrumento de normalización de la diferencia sexual, se crean los protocolos de tratamiento precoz de los bebés intersexuales, las hormonas sexuales sintéticas se convierten en el “medicamento preventivo” más vendido en la historia de la humanidad, se medicaliza el “cambio de sexo” como parte de un proceso de terapia, la reproducción sexual se convierte en un proceso técnicamente regulado, se interviene por primera vez en la producción farmacológica de la subjetividad y el deseo, las redes de producción y circulación de pornografía se extienden a la totalidad del planeta dando lugar a la aparición de un nuevo tipo de trabajador global ultraprecarizado y vulnerable, la tortura sexual y la violación son prácticas de guerra y de domesticación que afectan a más de la mitad de los habitantes del globo, etc. Lo que está siendo redefinido, en un sentido extenso y radicalmente nuevo, es el estatuto mismo de la vida, del cuerpo y de la especie, pero también del cuerpo total del planeta. Pero esta redefinición de la “vida” en el capitalismo farmacopornográfico se lleva a cabo no sólo a través del control y la “mejora” de la vida de especie, sino también a través de la programación y la institucionalización de la muerte. La biopolítica es también tanatopolítica.

Los objetivos del feminismo y de los movimientos de liberación negra en el siglo XIX (abolición de las condiciones de opresión institucional de las mujeres, crítica del patriarcado y ampliación de la esfera pública) correspondían al contexto político de transformación de las economías industriales, coloniales y esclavistas en regímenes democráticos. La actividad crítica del ambos provocó cambios radicales de las instituciones sociales en las nacientes democracias occidentales (adquisición del derecho al voto, derechos reproductivos, derechos económicos, etc.). Podemos afirmar retrospectivamente que los movimientos feministas, de liberación negra y más tarde homosexuales fueron los primeros vectores de análisis y crítica de los dispositivos gubernamentales de control político y económico del cuerpo y de las nociones de “sexo” y “raza” que hasta entonces habían servido como instrumentos técnicos de control, normalización e incluso exterminio de la especie. Si bien es cierto que el feminismo puso en marcha un modelo de lucha como crítica social y agenciamiento de subjetividades en resistencia frente a los dispositivos de control que fueron eficaces en el contexto biopolítico del fordismo, resulta claro que buena parte de su gramática política (“mujer”, “reproducción sexual”, “identidad”, “justicia”, “representación”, “igualdad”...) es anacrónica, por no decir simplemente obsoleta, en las condiciones del nuevo capitalismo farmacopornográfico, incapaz de generar agencia frente a las nuevas tecnobiopolíticas del género y de la sexualidad.

Habrá que esperar a mediados de los años 80 del pasado siglo, coincidiendo con la crisis del sida y con el auge de las llamadas “políticas de identidad”, para que el feminismo y los movimientos de minorías sexuales inicien un proceso de reflexión crítica sobre las nociones (“mujer”, “homosexualidad”, “igualdad”, “diferencia”...) que habían constituido hasta entonces su fundamento de acción política. Este proceso conducirá desde un feminismo hegemónico fundamentalmente blanco y heterosexual hacia un análisis transversal de la opresión y la producción de diferencias que se agrupará bajo el nombre de feminismo queer y poscolonial. Se dibuja así otra forma de conocimiento, otro sujeto de la enunciación científica, pero también se despeja otro campo epistemológico, otro territorio para la acción colectiva, que ya no tiene como eje la diferencia sexual hombre/mujer en un contexto de lucha por la igualdad, sino que, mutando al mismo tiempo que los dispositivos del biopoder, aparece bajo la forma irreductible de la multiplicidad. Es aquí donde el feminismo y las políticas de minorías sexuales encuentran un nuevo lugar de acción como auténticas contra-bio-tanato-políticas.

Este proceso crítico implicará el desplazamiento desde análisis basados en una categoría unitaria y supuestamente universal de “mujer” hacia análisis transversales y complejos que intersectan la crítica de la norma heterosexual, de los procesos culturales de construcción de la masculinidad y de la feminidad, de los mecanismos de exclusión racial, de producción de la diferencia corporal o de las variables introducidas por la precariedad en las redes de trabajo y consumo farmacopornográfico.
Parece urgente extraer el término género del colapso esencialista que lo reduce a “mujer” aseptizándolo y privándolo de su historicidad y de su multiplicidad (haciéndolo coincidir con “bio-mujer blanca heterosexual”) y de las codificaciones excluyentes en términos de clase, raza, sexualidad... o discapacidad. En este sentido las políticas de género no son ni pueden ser “políticas de o para las mujeres”. Para ello es necesario operar dos desplazamientos: primero, desnaturalizar la noción de género evitando que ésta sea absorbida por uno de sus ideales normativos (“mujer”); para después, segundo, situar el análisis de género en una transversal más compleja que dé cuenta de las construcciones de clase, raza, sexualidad, etnia, religión, edad, estableciendo alianzas con los movimientos contra la guerra y de lucha por la justicia social, impidiendo así que el feminismo y los movimientos homosexuales puedan operar como simples “estilos de vida” dentro de la agenda del imperialismo neoliberal.

El transfeminismo queer y poscolonial se distancia, por una parte, de lo que Jacqui Alexander y Chandra Tapalde Mohanty denominan “feminismo de libre mercado”, de un feminismo de Estado que ha hecho suyas las demandas de vigilancia y represión del biopoder y exige que se apliquen (censura, castigo...) en nombre y para protección de “las mujeres”. Pero también, tras la resaca de las políticas de identidad gays (y en mucha menor medida, lesbianas), el feminismo queer y poscolonial se construye en oposición frente a un movimiento homosexual normalizado cuyas retóricas de liberación han sido recuperadas por los círculos de socialización individuo/familia/nación, frente un movimiento gay manso y amnésico que busca el consenso, el respeto justo de la diferencia tolerable, la integración, a menudo reducido a fetiche multicultural en su propio proceso de espectacularización de la diferencia.

El transfeminismo queer como proyecto revolucionario no puede confundirse con un movimiento de funcionarios de “mujeres” y “gays” que participen en proyectos estatales de representación y producción de visibilidad. Frente al feminismo liberal especializado en discriminaciones sexuales, se afirma aquí un transfeminismo extendido, una teoría política situada que conoce de cerca el corazón de la bio-tanatopolítica y que se arriesga a redefinir los parámetros de la vida y la ciudadanía mundial más allá de los registros de las identidades nacionales, sexuales o raciales, pero también humanas o animales. De ahí que el ecotecnofeminismo aparezca como el horizonte ampliado del feminismo entendido como filosofía política del cuerpo, puesto que el cuerpo de la tierra recubre y reagrupa todos los otros.

En un contexto económico y político en mutación será necesario crear nuevas formas de combate que escapen al paradigma dialéctico de la victimización, pero también a las lógicas de la identidad, la representación y la visibilidad que en buena medida ya han sido reabsorbidas por los aparatos mercantiles, mediáticos y de hipervigilancia como nuevas instancias del control. Buena parte del reto político consistirá en cómo las minorías sexuales y los cuerpos cuyo estatuto de humano o su condición de ciudadanía han sido puestos en cuestión por los circuitos hegemónicos de la biopolítica puedan tener acceso a las tecnologías de producción de la subjetividad. Se tratará en cierto sentido de inventar lo que Chela Sandoval ha denominado “tecnologías opositivas del poder” que permitan crear formas de agenciamiento colectivo que resistan al control y a la normalización.
Las contra-bio-tanatopolíticas de género deberán estar atentas a los incesantes desplazamientos del marco conceptual en que se redefine la subjetividad normal y patológica. Así, por ejemplo, en los últimos años, la normalización de la homosexualidad y la inscripción de las llamadas políticas de género en los organismo administrativos y legales se han visto (¿paradójicamente?) acompañadas de la aparición de nuevas formas de medicalización (por ejemplo: intersexualidad, anorgasmia, disfunción erectil), así como de una creciente criminalización de la sexualidad masculina (por ejemplo: pedofilia), en paralelo con la institucionalización estatal de formas de violación y de violencia misógina y homófoba.

Aparecen frente ellas nuevas reinvindicaciones que proceden de cuerpos minoritarios y de sus modos de reapropiación de las tecnologías farmacopornográficas de producción de la identidad: demandas de redefinición del cuerpo y de la identidad sexual e invención de formas de “desobediencia de género” que proceden de los colectivos transgénero y gender-queer, pero también críticas de los dispositivos teológico y médico-jurídicos de asignación de género en la primera infancia que proceden de los colectivos intersexuales o de los movimientos feministas en contextos cristianos o musulmanes, proposiciones de multiplicación y distorsión de las formas de visibilidad sexual que surgen en los movimientos pospornográficos, alianzas de cuerpos pauperizados de trabajadoras sexuales y de cuerpos cuya sexualidad ni siquiera es considerada como trabajo... Estas luchas, al mismo tiempo locales, modestas y sofisticadas, están redefiniendo los términos de la gramática de la democracia por venir.

Weber había definido el Estado moderno como la institución que tenía el monopolio legal del uso de la violencia. Foucault, el feminismo y los estudios poscoloniales nos enseñaron después que el ejercicio de la violencia era difuso y que el poder lejos de residir en el soberano o de concentrarse en el Estado atraviesa todo el orden de lo social, encontrando en el cuerpo, el sexo, el deseo y el placer sus últimos resortes. Desde esta perspectiva, la masculinidad heterosexual como constructo cultural podría definirse por su monopolio legal del uso de la violencia sexual, una violencia que, debordando el marco institucional, infiltra todos los espacios de la vida. El biopoder funciona administrando “Muertes Chiquitas”, legitimando la violencia de unos, el placer de otros, extendiendo la muerte en nombre de la mejora de la vida. Las máquinas biopolíticas se parecen a las Catrinas mexicanas y a la Santa Muerte que retrata Mireia Sallarès: su rostro es el de la muerte, su promesa la de la vida. “El régimen político heterosexual”, por utilizar la expresión de Monique Wittig, ya no puede entenderse entonces como un mero dispositivo de control y reproducción de la vida, sino como una técnica tanatopolítica que ejerce y distribuye violencia y, en último término, muerte. ¿Puede el feminicidio ser entendido como el modo de operación interno al heteropoder? ¿Quién retira placer de la muerte? y ¿cómo puede la violación convertirse en un método estatal de reproducción asistida? Los Estados-nación coloniales modernos, con sus ideales de libertad y justicia, se forjaron a través de la sexualización de la violencia, de la institucionalización del esclavismo y de la definición racial de los límites de lo humano. Es aquí donde la tarea del transfeminismo y de los movimientos queer cobra nuevo sentido hoy. “Qué forma de reflexión y deliberación política habría que adoptar si consideramos la vulnerabilidad y la agresión como puntos de partida de la vida política”, nos preguntamos con Judith Butler1.

En este contexto de dispersión de redes de poder-placer, los documentos fílmicos y las fotografías de Sallarès pueden funcionar como contra-archivos, infiltrándose en el orden de saber de los discursos bio-tanatopolíticos que codifican, calculan y regulan la vida, el placer y la muerte de los cuerpos. Como si se tratara del reverso de las imágenes de los cuerpos y de los espacios interiores de Ricas y Famosas de Daniela Rosell, los cuerpos, las voces y los espacios abiertos de Las Muertes Chiquitas producen un registro de otra vida y de otro placer que logra escapar a las redes de la violencia naturalizada. Allí donde Rosell deja constancia de lo que Carlos Monsivaís llama irónicamente los “delitos visuales”2perpetrados por el mal gusto de la clase dominante mexicana, Sallarès acierta al evitar la estetización de la imagen, dejando que la palabra y su fuerza performativa obren por su cuenta. Mientras Borell retrata los cuerpos de las mujeres de la clase dominante como actrices porno para una versión etnológica de un posible National Playboy Mexican Geographic haciendo de ellas chicas ricas de calendario rodeadas de piedras preciosas y de trofeos taxidérmicos pero inevitablemente silenciosas, Sallarès rescata la subjetividad múltiple y diferencial de los cuerpos devolviéndoles la agencia y haciendo de su narración una estrategia de supervivencia.

Ante la presente transformación de los límites geopolíticos, las críticas poscoloniales y de descolonización han subrayado el carácter eurocéntrico del feminismo de la segunda ola desechando la ingenua idea que hacía suponer una misma evolución crítica común a todas las micropolíticas feministas y sexuales del planeta. En el actual contexto de globalización de las condiciones de producción y consumo, de recrudecimiento de las retóricas nacionalistas, de auge de los discursos teológico-políticos, de incremento de flujos de desplazamiento de poblaciones y de proliferación de la guerra como forma dominante de lo político no hay ni puede haber un programa feminista único, derivado de una identidad esencial o de una opresión común. Podríamos decir que, en este sentido, el paisaje del feminismo contemporáneo es deleuziano: está hecho de minorías, de multiplicidades y de singularidades, y todo ello a través de una variedad de estrategias de lectura, reapropiación e intervención irreductibles a los slóganes de defensa de la “identidad”, la “libertad”, o la “igualdad”. No hablaremos ya de un feminismo para exportar sino más bien de una multiplicidad de estrategias de resistencia a y de desmantelamiento de los distintos dispositivos bio-tanatopolítico de producción y control del cuerpo.

Habrá que salir del confort regional del feminismo como teoría especializada en la opresión de las mujeres para hacer del análisis transversal de la opresión (corporal, racial, de género, sexual, económica) una teoría de transformación social y de redefinición de los límites de la esfera pública. Frente a la interrelación vital e inmediata de la totalidad del planeta, aparece más que nunca la exigencia de teorías feministas y queer de conexiones extensas y umbrales móviles. Se tratará de establecer redes, proponer estrategias de traducción cultural, compartir procesos de experimentación colectiva, no tanto de labelizar modelos revolucionarios deslocalizables, como de lo que podríamos llamar poner en común “revoluciones vivas”.
Por último, y quizás éste sea su aspecto más esperanzador, como revoluciones pacíficas y altamente autocríticas, el transfeminismo y los movimientos queer se convierten, frente a las políticas-terror y al modelo de la guerra, en auténticos laboratorios de las revoluciones sociales y políticas por venir, inventando formas de resistencia a la violencia de la norma y redefiniendo las condiciones de supervivencia de las multitudes.


* Capítulo del libro Las muertes chiquitas.

1 Judith Butler, Vida precaria. El poder del duelo y la violencia, Paidós, Barcelona, 2006, p. 13.
2Carlos Monsiváis, “Colecciones de Mexicaneidad. Rias (Ni quien lo niegue) y Famosas (Tal vez alguna llegue a serlo)”, Letras Libres, Septiembre, 2002.

Texto compartido de la web Artilleria Inmanente.