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TESTIGO_MODESTO@SEGUNDO_MILENIO* por DONNA HARAWAY


Un hombre cuyas narraciones pudieran ser aceptadas como espejos de la realidad era un hombre modesto: sus informes deberían hacer visible esa modestia. 
Steven Shapin y Simon Schaffer, Leviathan and the Air-Pump 

El testigo modesto es quien envía y recibe los mensajes de mi correo electrónico. Vamos a investigar cómo esta posición de sujeto está entretejida en las redes aquí trazadas. El testigo modesto es una figura en la red narrativa de este libro, que trabaja para refigurar los sujetos, los objetos y el comercio comunicativo de la tecnociencia en diferentes tipos de nudos.1 El proyecto de refiguración materializada me consume; creo que es lo que está ocurriendo en los proyectos mundanos del feminismo y la tecnociencia. Una figura une a la gente; una figura da cuerpo a significados compartidos en historias que habitan en sus públicos. Tomo el término testigo modesto del importante libro de Steven Shapin y Simon Schaffer (1985), Leviathan and the Air-Pump: Hobbes, Boyle, and the Experimental Life. Para que sea visible la modestia a la que se refiere el párrafo anterior, el hombre –el testigo cuyo relato es un espejo de la realidad– debe ser invisible, es decir, un habitante de la potente “categoría no marcada”, que se construye en la extraordinaria convención de la auto-invisibilidad. En los maravillosos y sugerentes términos de Sharon Traweek, tal hombre debe habitar el espacio percibido por sus habitantes como “la cultura de la nocultura” (1988).2

Esta es la cultura en la que los hechos contingentes –la verdad sobre el mundo– se pueden establecer con toda la autoridad pero sin ninguno de los considerables problemas de la verdad trascendental. Esta auto-invisibilidad es la forma específicamente moderna, europea, masculina y científica de la virtud de la modestia. Esta es la forma de modestia que recompensa a sus practicantes con la moneda del poder social y epistemológico. Este tipo de modestia es una de las virtudes fundadoras de lo que llamamos modernidad. Esta es la virtud que garantiza que el testigo modesto sea el ventrílocuo legítimo y autorizado del mundo de los objetos, sin añadir nada de sus meras opiniones, de su corporeidad parcial. De esta manera recibe el extraordinario poder de establecer los hechos. Es testigo: es objetivo; garantiza la claridad y la pureza de los objetos. Su subjetividad es su objetividad. Sus narraciones tienen un poder mágico –en su potente capacidad de definir los hechos pierden todo rastro de su historia en tal que narraciones, en tal que productos de un proyecto partidista, en tal que representaciones contestables o documentos construidos.3 Las narraciones se vuelven espejos diáfanos, espejos completamente mágicos, sin apelar en ningún momento a lo trascendental o a lo mágico. En las páginas que siguen, querría volver queer la confianza elaboradamente construida y defendida de este hombre cívico racional para hacer posible a aparición de un nuevo tipo de testigo modesto de los hechos en el mundo de la tecnociencia, un tipo más corpóreo, modulado y ópticamente denso, aunque menos elegante.

En las narraciones de la Revolución Científica y de la Royal Society of London for Improving Natural Knowledge (Sociedad Real de Londres para Mejorar el Conocimiento Natural) se recuerda a Robert Boyle (1627-1691) como el padre de la química y, lo que es aún más importante, como el padre del modo de vida experimental. En una serie de acontecimientos cruciales en las décadas de los 1650 y 1660, en la Inglaterra de la Restauración post guerra civil, Boyle jugó un papel esencial para forjar las tres tecnologías constitutivas de esa forma de vida: “una tecnología material encajada en la construcción y el uso de la bomba de vacío; una tecnología literaria a través de la cual se daban a conocer los fenómenos producidos por la bomba a aquellos que no eran testigos directos; y una tecnología social que incorporaba las convenciones que los filósofos experimentales deberían utilizar al tratar unos con otros y al considerar declaraciones de verdad” (Shapin y Schaffer, 1985: 25).4 

La filosofía experimental –la ciencia– sólo se podría expandir en tanto que sus prácticas materiales también se expandieran. Esta era una cuestión no de ideas sino de los aparatos de producción que podían contar como conocimiento. En el centro de esta historia hay un instrumento: la bomba de vacío. Encajada en las tecnologías sociales y literarias del testigo correcto, y sostenida por la labor subterránea de su construcción, mantenimiento y operación, la bomba de vacío adquirió el sorprendente poder de establecer hechos de manera independiente de las interminables discusiones de política y religión. Esos hechos contingentes, esos “conocimientos situados”, fueron construidos para tener la potente capacidad de crear la base del orden social de manera literalmente objetiva. Tal separación del conocimiento del experto de la mera opinión en tanto que conocimiento legitimador para un modo de vida, sin apelación a ninguna autoridad trascendental o certeza abstracta de ningún tipo, es un gesto fundador de lo que llamamos modernidad. Es el gesto fundador de la separación de lo técnico y lo político. En la demostración de la máquina de Boyle había mucho más en juego que la existencia o no existencia del vacío. En palabras de Shapin y Schaffer, “el hecho [objetivo] puede servir como fundación del conocimiento y asegurar el consenso en cuanto no es visto como fabricado por el hombre. Las tres tecnologías de Boyle trabajaban para conseguir la apariencia de que los hechos eran dados. En otros términos, cada una de las tecnologías funcionaba como un recurso de objetivación” (1985: 77). Las tres tecnologías, integradas metonímicamente en la bomba de vacío misma, el instrumento neutro, eliminaban del producto el factor de la agencia humana. El filósofo experimental podía decir: “No soy yo quien lo dice; es la máquina” (77). “Correspondía a la naturaleza, y no al hombre, imponer el consenso” (79). Se trataba de un mundo de sujetos y objetos, y los científicos estaban del lado de los objetos. Actuando en calidad de portavoces transparentes de los objetos, los científicos tenían los aliados más poderosos. En tanto que hombres, cuyo único rasgo visible era la limpia modestia, habitaban la cultura de la no cultura. El resto permanecía en el dominio de la cultura y la sociedad. 

Pero había condiciones para poder establecer tales hechos de manera creíble. Para multiplicar su fuerza, el testimonio debía ser público y colectivo. Un acto público debe tener lugar en un espacio que se pueda aceptar semióticamente como público, no privado. Pero el “espacio público” del modo de vida experimental debía ser definido rigurosamente; no todo el mundo podía entrar en él y tampoco todo el mundo podía testificar de manera creíble. Qué contaba como público y qué como privado era un tema de polémica en la sociedad de Boyle. Sus oponentes, espcialmente Thomas Hobbes (1588-1679), repudiaban el modo de vida experimental precisamente porque su conocimiento dependía de la práctica del testimonio de una comunidad especial, como la de los clérigos o los juristas. Hobbes veía a los experimentalistas como parte de un espacio privado, o incluso secreto, y no del espacio civil público. El “laboratorio abierto” de Boyle y su retoño evolucionaron en un peculiar “espacio público” con elaboradas restricciones sobre quién estaba legitimado a ocuparlo. “Lo que resultó de hecho fue, por decirlo de algún modo, un espacio público con acceso restringido” (Shapin y Schaffer, 1985: 336). 

Ciertamente, incluso hoy en día, en circunstancias especiales, es posible trabajar en un laboratorio militar de alto secreto, comunicándose tan sólo con aquellos que tienen acceso a tal información, y estar a la vez epistemológicamente en público, haciendo ciencia de primera línea, cómodamente alejado de las infecciones venéreas de la política. Desde tiempos de Boyle, tan sólo aquellos que podían desaparecer “modestamente” podían ser realmente testigos con autoridad, más allá de la vulgar curiosidad. El laboratorio era abierto, un teatro de persuasión, y a la vez estaba construido para ser uno de los espacios más estrictamente regulados de la “cultura de la no cultura”. El manejo de la separación público/privado ha sido crítico para la credibilidad del modo de vida experimental. Este nuevo modo de vida requería una comunidad especial y unida. La reestructuración de tal espacio –material y epistemológicamente– forma parte del corazón de las consideraciones de qué contará como la mejor ciencia a finales del siglo XX. A la vez, mostrar el trabajo empleado en estabilizar un hecho comprometía su estatus. Los hombres que trabajaban en las tripas del laboratorio en casa de Boyle eran sus hombres; le vendían su fuerza de trabajo; no eran independientes. “Como un caballero actuando libremente, [Boyle] era el autor de su trabajo. Hablaba por ellos y transformaba su trabajo en verdad” (Shapin, 1994: 406). Desenmascarar este tipo de autoridad creíble y unificada necesaria para producir un hecho mostraba la posibilidad de una descripción rival del hecho mismo –un aspecto que no pasó por alto al famoso oponente de Boyle, Thomas Hobbes. Además, aquellos presentes físicamente en una demostración no podían ser nunca tan numerosos como aquellos presentes virtualmente a través de la presentación de la demostración gracias al recurso literario del informe escrito. Así se creó la retórica del testigo modesto, la “manera desnuda de escribir”, sin adornos, factual, convincente. Sólo a través de esa escritura desnuda podían brillar los hechos, libres de las florituras de cualquier autor humano. Tanto los hechos como el testigo habitan las zonas privilegiadas de realidad “objetiva” a través de una poderosa tecnología de la escritura. Y, finalmente, sólo con la rutinización y la institucionalización de las tres tecnologías para establecer hechos podía efectuarse de manera estable “la transposición del conocimiento experimental sobre la naturaleza” (Shapin y Schaffer, 1985: 79). 

Todos estos criterios de credibilidad tienen puntos de intersección con la cuestión de la modestia. La transparencia es un tipo particular de modestia. La filósofa de la ciencia Elizabeth Potter, de Mills College, me dio la clave de esta historia en su artículo “Making Gender/Making Science: Gender Ideology and Boyle’s Experimental Philosophy” (2001).5 Shapin y Schaffer se fijaron en el proceso de sumergir, literalmente, como muestran los grabados de los espacios bajo la bomba visible, el trabajo de los artesanos cruciales que construyeron y operaban la bomba de vacío –sin quienes nada habría podido ocurrir– pero dejaron un silencio en torno a la estructura y significado de la ciencia civil específica del testigo modesto. Tomaron su género masculino como obvio sin demasiado comentario. Como las lagunas reproducidas repetidamente en muchos textos de estudios científicos, por otra parte innovadores, el punto ciego en su análisis parece depender de la asunción no problematizada de que el género es una categoría preformada y funcionalista, una simple cuestión de hombres y mujeres “genéricos” preconstituidos, seres resultantes de una diferencia sexual biológica o social y haciendo papeles determinados, pero sin otro mayor interés. 

En un libro posterior, Shapin (1994) se fija en la exclusión de las mujeres, además de otras categorías de personas dependientes, de las premisas de la sinceridad caballerosa que caracterizaba las relaciones de cortesía y ciencia en la Inglaterra del siglo XVII. En cuanto personas “cubiertas”, subsumidas bajo la autoridad de sus maridos o padres, las mujeres no podían tener el honor necesario en juego. Como anota Shapin, el estatus “cubierto” de las mujeres era patentemente social, no “biológico”, y se entendía como tal, sin relación alguna con las creencias, fueran cuales fueran, que pudiera tener un hombre o mujer del siglo XVII sobre las diferencias naturales de los sexos.6 Shapin no vio razón alguna para postular que el género estaba en juego, o estaba siendo reformulado, por ninguno de los procesos que se formaron en el modo de vida experimental. El estatus dependiente preexistente de las mujeres simplemente excluía su presencia epistemológica, y en la mayor parte física, en los escenarios más importantes de la historia de la ciencia del periodo. El tema no era si las mujeres eran inteligentes o no. Boyle, por ejemplo, consideraba a sus hermanas aristócratas como iguales en sus exigentes discusiones religiosas. La cuestión era si las mujeres tenían el estatus de independencia para ser testigos modestos, y no lo tenían. Los técnicos, que estaban presentes físicamente, eran también personas epistemológicamente invisibles en el modo de vida experimental; las mujeres eran invisibles tanto en el sentido físico como el epistemológico. 

Las preguntas de Shapin son diferentes de las mías. Él nota exclusiones pero su foco de atención está en otros asuntos. En cambio, mi foco en este capítulo es preguntarme si el género, con todos sus enredados nudos con otros sistemas de relaciones estratificadas, estaba en juego en las reconfiguraciones claves del conocimiento y la práctica que constituyeron la ciencia moderna. Si Shapin erró por buscar tan sólo continuidad, mis excesos serán en el otro sentido. 

Hay diversas maneras de responder a la afirmación de Shapin de que en el encuentro entre ciencia y cortesía del siglo XVII el género fue simplemente conservado y no reformulado, o al menos endurecido de manera consecuente. A este respecto, los historiadores ponen énfasis en el papel crítico de la derrota de la tradición hermética en el establecimiento de la ortodoxia mecanicista científica y la devaluación correlativa en la ciencia de gran parte de lo que se consideraba femenino (que no tenía necesariamente mucho que ver con mujeres reales). La violencia de la persecución de brujas en la Europa de los siglos XVI y XVII, además de la implicación en ella de hombres que se consideraban a sí mismos como los fundadores racionalistas de una filosofía nueva, es testimonio de la crisis de género tanto en el conocimiento como la religión de ese periodo de fusiones.7 David Noble (1992: 205-243) apunta que las actividades públicas “desordenadas” de las mujeres en el periodo de agitación política y religiosa previo a la Restauración, así como la asociación de la mujer con la tradición alquímica, hizo que los hombres sabios se apresuraran a disociarse de todo lo femenino, incluyendo las oximorónicas mujeres independientes, en la segunda mitad del siglo, si no antes. 

Shapin (1994: xxii) tiene una simpatía explícita por los esfuerzos de dar a conocer las voces y actos de los excluidos y silenciados en la historia, pero insiste en la legitimidad de hacer la historia de lo en broma, “Hombres Blancos Europeos Muertos” donde sólo importan sus actividades y maneras de conocer –y no sólo para ellos mismos. Estoy completamente de acuerdo con la insistencia de Shapin en focalizar en los hombres, de cualquier categoría, cuando son sus actividades las que importan. Hombres y mujeres, a través de muchos tipos de diferenciación social, han considerado legítima la autoridad masculina, incluyendo la cultura caballerosa del honor y la verdad del siglo XVII. Oscurecer este problema no le haría ningún servicio al feminismo. No creo que Shapin o Shapin y Schaffner hubieran escrito sus libros sobre mujeres; además, Shapin (1994) tiene muchas cosas interesantes que decir sobre la acción, entre otras, de las aristocráticas y piadosas hermanas de Boyle en los espacios doméstico y religioso. Sin centrarse en los “Hombres Blancos Europeos Muertos” sería imposible entender el género, en ciencia o en cualquier otro ámbito. Sin embargo, lo que creo que Shapin no se pregunta en sus formulaciones es cómo precisamente el mundo de los caballeros científicos fue instrumental tanto para sustentar formas antiguas como para construir formas nuevas de vida “genérica”. En tanto que en el modo de vida experimental las propias mujeres, además de las prácticas y símbolos culturales considerados femeninos, estaban excluidas de lo que podía contar como verdad en la ciencia, la bomba de vacío era una tecnología de género en el corazón del conocimiento científico. Era la ausencia general, no la presencia ocasional, de mujeres de cualquier clase y linaje/color –y las maneras históricamente específicas en qué funcionaban las semióticas y las psicodinámicas de la diferencia sexual– lo que establecía los géneros de manera particular en el modo de vida experimental. 

Mi pregunta es: ¿qué importancia tenía todo esto para aquello que podía contar como conocimiento en la rica tradición que conocemos como ciencia? El género es siempre una relación, no una categoría preformada de seres o una cosa que se pueda poseer. El género no pertenece más a las mujeres que a los hombres. El género es la relación entre categorías de hombres y mujeres (y tropos dispuestos de manera variada) de constitución varia y diferenciados por nación, generación, clase, linaje, color y muchas otras cosas. Shapin y Schaffer recopilaron todos los elementos para decir algo sobre cómo el género era uno de los productos de la bomba de vacío, pero el punto ciego de ver el género como una mujer en vez de como una relación limitó su análisis. Quizá Shapin tenga razón en su libro posterior, en cuanto a que al género no le pasó nada demasiado interesante en el encuentro de cortesía y ciencia en el modo de vida experimental, con sus prácticas de verdad. Pero sospecho que la manera en que formuló sus preguntas sobre las categorías excluidas le evitó tener que decir mucho sobre las preguntas que me preocupan: (1) ¿En qué manera era el modo de vida experimental género en construcción? (2) ¿Importaba o no, y cómo o cómo no, para lo que se podía considerar conocimiento fiable en la ciencia del siglo XVII y posterior? ¿Cómo se convirtió el género en construcción en parte de la negociable y continuamente discutida frontera entre el “dentro” y el “afuera” de la ciencia? ¿Qué relación tenía el género en construcción conque llama, sólo medio el establecimiento de qué contaba como objetivo y como subjetivo, político y técnico, abstracto y concreto, creíble y ridículo? 

El efecto de dejar de lado este análisis es tratar la raza y el género, a lo sumo, como una cuestión de seres empíricos que están presentes o ausentes en el escenario de acción pero que no están constituidos genéricamente en las prácticas coreografiadas en los nuevos teatros de la persuasión. Esto es una extraña aberración analítica, como poco, en una comunidad de científicos que juegan a ver quién es más duro epistemológicamente, intentando superarse unos a otros en el juego de mostrar como todas las entidades en la tecnociencia están constituidas en la acción de la producción del conocimiento, no antes de que empiece la acción.8 La aberración es importante porque, como apunta David Noble en su síntesis del efecto de la cultura clerical de la Europa occidental en la cultura y la práctica de la ciencia, “cualquier preocupación genuina sobre las implicaciones de una civilización tal, basada en una ciencia distorsionada culturalmente, o sobre el papel de las mujeres en ella, demanda una explicación. Porque la identidad masculina de la ciencia no es un mero artefacto de la historia sexista; a través de la mayor parte de su evolución, la cultura de la ciencia no ha excluido simplemente a las mujeres, se ha definido en desafío a las mujeres y a su ausencia… ¿Cómo surgió una cultura científica tan extraña, una que proclamaba con orgullo el poder de la especie a la vez que se apartaba horrorizada de la mitad de ella?” (1992: xiv).

 Elizabeth Potter, sin embargo, tiene una gran lucidez para ver cómo los hombres se hicieron hombres en la práctica del testimonio modesto. Su objetivo son los hombres en construcción, no hombres, o mujeres ya hechas. El género estaba en juego en el modo de vida experimental, apunta, no estaba predeterminado. Para desarrollar esta sospecha, se dirige a los debates de la Inglaterra de principios del siglo XVII sobre la proliferación de géneros en la práctica del travestismo. En el contexto de la ansiedad por el género manifestada por escritores de la modernidad temprana, se pregunta ¿cómo evitó Robert Boyle –urbano, célibe y cortés– el destino de ser tildado un haec vir, un hombre femenino, en su insistencia en la virtud de la modestia? ¿Cómo pudo la práctica masculina de la modestia del (gentil)hombre apropiadamente cortés servir para reforzar su agentividad, tanto epistemológica como social, mientras que la modestia impuesta a (o bienvenida por) las mujeres de su misma clase social simplemente las eliminaba del escenario de acción? ¿Cómo se convirtieron algunos hombres en transparentes, auto-invisibles, legítimos testigos de hechos, mientras que la mayoría de los hombres y todas las mujeres se hacían simplemente invisibles, apartados del escenario de acción, tanto debajo de él, manejando la maquinaria, como fuera de él completamente?

Las mujeres perdieron el pase de seguridad muy pronto en la historia de la ciencia puntera.

Por supuesto, las mujeres estaban literalmente fuera del escenario en el teatro inglés temprano, y la presencia de hombres haciendo papeles femeninos era la ocasión de algo más que una leve exploración y resituación de las fronteras de género y sexo en los principios fundacionales del teatro inglés de los siglos XVI y XVII. Como indica la crítica literaria afroamericana Margo Hendricks (1992, 1994 y 1996), el concepto de “ser inglés” también estaba en juego en este periodo, por ejemplo, en El sueño de una noche de verano de Shakespeare.9 Además, anota, la historia del “ser inglés” fue parte de la historia de las formaciones raciales y genéricas modernas, basadas aún en linaje, cortesía y nación más que en color y fisionomía. Pero los discursos de “raza” que se cocinaron en ese caldero, que mezclaba naciones y cuerpos en discursos de linaje, fueron más que útiles en los siglos siguientes para demarcar los cuerpos diversamente sexuados de los pueblos “de color” a través del globo de las siempre inestablemente consolidadas posiciones de sujeto de los investigadores corteses y auto-invisibles.10 El género y la raza no existieron nunca separados y nunca se trató de sujetos preformados provistos de genitales extraños y colores curiosos. En la raza y el género se trata de categorías relacionales, entremezcladas, proteicas y casi imposibles de separar analíticamente. Las formaciones (no las esencias) de raza, clase, sexo y género fueron, desde el principio, máquinas peligrosas e inestables para salvaguardar las ficciones y poderes principales de la masculinidad cortés europea. No ser masculino es no ser cortés, ser oscuro es ser rebelde. Tales metáforas han sido de enorme importancia en la constitución de qué puede contar como conocimiento. 

Fijémonos con más detalle en la historia de Potter. La virtud secular masculina medieval –valor noble y viril– requería palabras y actos patentemente heroicos. El hombre modesto era una figura problemática para los europeos de la modernidad temprana, que aún pensaban en la nobleza en términos de batallas guerreras de armas y palabras.11 Potter defiende que en sus tecnologías literaria y social, Boyle ayudó a construir un nuevo hombre y una nueva mujer apropiados al modo de vida experimental y su producción de hechos. “El nuevo hombre de ciencia tenía que ser un hombre casto, modesto, heterosexual, que desea pero a la vez evita a una mujer sexualmente peligrosa pero a la vez casta y modesta” (2001).12 La modestia femenina era del cuerpo, la nueva virtud masculina tenía que ser de la mente. Esta modestia se convertiría en la clave de la fiabilidad del científico-gentilhombre; informaba acerca del mundo, no acerca de sí mismo. El “estilo masculino” sin adornos se convirtió en el estilo nacional inglés, la marca de la hegemonía creciente de la nación inglesa que estaba surgiendo. Como hombre soltero en la Inglaterra puritana, que daba un gran valor al matrimonio, Boyle desarrolló su discurso de la modestia en el contexto de la vejada controversia del hic mulier/haec vir (mujer masculina/hombre femenino) de finales del siglo XVI y principios del XVII. En ese discurso ansioso, cuando las características genéricas se transferían de un sexo al otro, los escritores temían que se crearan terceros y cuartos sexos, proliferando fuera de todos los límites de Dios y la Naturaleza. Boyle no podía arriesgarse a que su testigo modesto fuera un haec vir. Dios no quiera que el modo de vida experimental tuviera una base queer. 

Hay dos raíces adicionales para la masculinidad del tipo de modestia de Boyle: las narraciones del rey Arturo y la tradición cristiana monástica y clerical. Bonnie Wheeler (1992) defiende que la primera referencia a la figura de Arturo en el siglo VI lo trata de vir modestus y el calificativo siguió a Arturo a través de sus muchas reencarnaciones literarias. Esta tradición estaba probablemente a la disposición de Boyle y sus compañeros, que buscaban nuevos modelos de razón masculina. Modestus y modestia se referían a la mesura, moderación, solicitud, equilibrio estudiado y prudencia en el mando. Esta constelación se mueve en contra de la corriente principal del heroísmo occidental, que pone énfasis en la auto-glorificación del héroe guerrero. El vir modestus era un hombre caracterizado por un estatus alto y un autocontrol ético y disciplinado. Modestia unía clase alta, poder efectivo y género masculino. Wheeler encuentra en la figura del rey Arturo “una norma alternativa de masculinidad y poder para la cultura post-heroica” (1992: 1). 

David Noble hace énfasis en la reapropiación del discurso clerical en la Royal Society sancionada por la Corona y la Iglesia. “En tanto que refugio exclusivamente masculino, la Royal Society representaba la continuidad de la cultura clerical, ahora reforzada por lo que podríamos llamar ascetismo científico” (Noble, 1992: 231). El tipo de auto-renunciación genérica que se practicaba en este dominio masculino era precisamente del tipo que reforzaba la potencia epistemológica y espiritual. Pese a la importancia del matrimonio en el ataque de la reforma protestante la iglesia católica, incluso el celibato del modo de vida experimental fue alabado por puritanos laicos de la Restauración temprana, y especialmente por Robert Boyle, que sirvió de modelo del nuevo científico. Potter cita la alabanza que hace Boyle de la castidad masculina en el contexto del derecho del hombre al sacerdocio, basado en la razón y el conocimiento del mundo natural. En términos de Potter, la castidad femenina servía a la castidad masculina, que servía a los hombres a servir a Dios sin distracciones a través de la ciencia experimental. Para Boyle, “el laboratorio se ha convertido en un lugar de culto; el científico, en el sacerdote; el experimento, en un rito religioso” (Potter, 2001). 

En las convenciones de la sinceridad modesta, las mujeres podían ver una demostración pero no podían ser sus testigos. La demostración definitiva del funcionamiento de la bomba de vacío debía tener lugar en un espacio cortés y público adecuado, incluso aunque implicara realizar una demostración seria a altas horas de la noche para excluir a las mujeres de su clase, como hizo Boyle. Leyendo los New Experiments PhysicoMechanical Touching the Spring of the Air de Boyle, por ejemplo, que describe los experimentos con la bomba de vacío, Potter describe una demostración a la que asistían mujeres de la nobleza durante la cual se ahogaba a pequeños pájaros evacuando el aire de la cámara en la que se encontraban. Las damas interrumpieron los experimentos pidiendo que se volviera a introducir aire para salvar la vida a un pájaro. Boyle cuenta que, para evitar tales dificultades, los hombres se reunieron desde entonces de noche para realizar los procedimientos y comprobar los resultados. Potter señala que entre los nombres de aquellos que testificaban por la verdad de los informes experimentales no aparecen nunca citados nombres de mujeres, estuvieran presentes o no. Diversos historiadores describen el tumulto causado en 1667 en la Royal Society cuando Margaret Cavendish (1623-1673), Duquesa de Newcastle, patrona generosa de la Universidad de Cambridge, y una importante escritora de filosofía natural que quería ser tomada en serio, pidió permiso para asistir a una sesión de trabajo de la Sociedad, exclusivamente masculina.13 Por evitar ofender a un personaje importante, “los líderes de la sociedad acabaron por acceder a su petición y organizaron su visita a diversas demostraciones científicas de, entre otros, Hooke y Boyle” (Noble, 1992: 231). No hubo más visitas y las primeras mujeres que fueron admitidas en la Royal Society, después de que los asesores legales dejaran claro que continuar excluyendo a las mujeres sería ilegal, no entraron hasta 1945, casi trescientos años después de la aparición no bienvenida de Cavendish.14 

Reforzando su agentividad a través de la virtud masculina ejercida en espacios “públicos” regulados cuidadosamente, los hombres modestos eran auto-invisible, transparentes, para que sus informes estuvieran limpios de la contaminación del cuerpo. Sólo así podrían dar credibilidad a sus descripciones de otros cuerpos y minimizar la atención crítica a los suyos.

Este es un movimiento epistemológico crucial en la fundación de diversos siglos de discursos de raza, sexo y clase en tanto que informes científicos objetivos.15

Todos estos discursos tan útiles alimentan las convenciones de la modestia científica masculina, cuya condición genérica se hizo cada vez más y más invisible (transparente) al tiempo que su masculinidad parecía más y más simplemente la naturaleza de cualquier sinceridad independiente y desinteresada. La nueva ciencia redimió el hombre de Boyle, célibe, sagrado-secular y no marcial, de cualquier confusión o multiplicación de géneros y lo convirtió en un testigo modesto en tanto que la especie tipo de acción mental masculina heroica moderna. Privadas de agentividad epistemológica, las mujeres modestas serían invisibles en el modo de vida experimental. El tipo de visibilidad –el cuerpo– que retuvieron las mujeres es percibido como “subjetivo”, es decir, que informa tan sólo sobre el yo, parcial, opaco, no objetivo. La agentividad epistemológica del gentilhombre implicaba un tipo de transparencia especial. Las personas de color, sexuadas y trabajadoras aún tienen una gran labor por delante para contar como testigos objetivos y modestos del mundo, más que de su “parcialidad” o “interés especial”. Ser el objeto de la mirada, en vez del origen autoinvisible y “modesto” de la visión, es ser privado de agentividad.16

La auto-invisibilidad y la transparencia de la versión de Boyle del testigo modesto –es decir, la “independencia” basada en el poder y en la invisibilidad de los otros que sirven de hecho para sostener la propia vida y conocimientos– son precisamente el foco de la crítica feminista y multicultural de finales del siglo XX a las formas limitadas y parciales de “objetividad” en la práctica tecnocientífica, en tanto que se produce a sí misma como “cultura de la no cultura”. Estudios de ciencia feministas y antirracistas han revisado el significado que tenía, y tiene, el ser “cubierto” por el modesto testimonio de otros que son transparentes por su virtud especial. “En el principio”, la exclusión de mujeres y hombres trabajadores fue instrumental para gestionar una frontera crítica entre ver y ser testigo, entre quién es un científico y quién no, y entre cultura popular y hecho científico. No estoy diciendo que los actos de Boyle y la Royal Society son toda la historia en la creación de la ciencia teórica y experimental modernas, eso sería ridículo. Además, estoy tan implicada como cualquier otra hija de la Revolución Científica en la necesidad continuada de estabilizar hechos contingentes en los que basar afirmaciones serias. Utilizo la historia de Boyle y el modo de vida experimental como una figura de la tecnociencia; la historia tiene un significado más allá de sí misma. Mi propuesta es doble: (1) ha habido herencias prácticas, que han sido transformadas repetidamente pero siguen siendo potentes; y (2) las historias de la Revolución Científica forman una narración de la “objetividad” que sigue bloqueando el camino a una tecnociencia más adecuada y autocrítica dedicada al saber situado. La importante práctica del testimonio creíble aún está en juego.

Hay otro tema central que requiere un somero comentario: la estructura de la acción heroica en la ciencia. Algunos críticos han comentado la proliferación de imágenes violentas y misóginas en muchos de los documentos principales de la Revolución Científica.17 El hombre modesto tenía al menos un gusto por la violación de la naturaleza como tropo. Hacer ciencia era desnudar a la naturaleza, por elaborar las metáforas del importante Science in Action de Bruno Latour (1987). La resistencia virginal de la naturaleza formaba parte de la historia, y forzarla a revelar sus secretos era el premio al valor viril –todo, por supuesto, en términos de valor mental. Como mínimo, el encuentro del testigo modesto con el mundo era una prueba de fuerza. Con su disrupción de muchas explicaciones convencionales de la objetividad científica, Latour y otros han desvelado al hombre modesto auto-invisible de manera magistral. Como mínimo, es una variación interesante respecto a la dirección normal del desvelamiento discursivo y la erótica epistemológica heterosexual.18 En Science, the Very Idea!, Steve Woolgar (1988) ilumina continuamente este ser modesto, el “núcleo duro” o “ser solidificado” que garantiza de manera camuflada la verdad de una representación, que mágicamente deja de tener el estatus de representación y emerge como un simple y puro hecho. Esa emergencia crucial depende de muchos tipos de transparencia en las grandes narraciones del modo de vida experimental. Latour y otros evitan la insistencia inflexible de Woolfar en la reflexividad, que no parece llegar más allá de la auto-visión como cura de la auto-invisibilidad. La cura y la enfermedad parecen prácticamente lo mismo, si lo que buscamos es otro modelo de mundo y de mundanidad. La difracción, la producción de modelos de diferencia, puede que sea una metáfora más útil que la reflexividad para el trabajo necesario.

Latour tiene en general menos interés que su colega en forzar al Mago de Oz a verse como el eje en la tecnología de la representación científica. Latour quiere seguir la acción en la ciencia en construcción. De manera perversa, sin embargo, la estructura de la acción heroica sale sólo intensificada de este proyecto –tanto en la narración de la ciencia como en el discurso del estudioso de estudios científicos. Para el Latour de Science in Action la propia tecnociencia es una guerra, el demiurgo que hace y deshace mundos.19 Privilegiando la cara más joven como ciencia en construcción, Latour adopta como figura de su argumentación el dios romano de doble cara, Jano, que, al mirar en ambas direcciones, preside el principio y final de las cosas. Jano era el portero de la entrada del Paraíso y las puertas de su templo en el foro romano estaban siempre abiertas en tiempo de guerra y cerradas en tiempo de paz. La guerra es la gran creadora y destructora de mundos, la matriz para el nacimiento masculino del tiempo. La acción en la ciencia en construcción es toda retos y hazañas de fuerza, acumulación de aliados, forja de mundos sobre la fuerza y los números de aliados forzados. Toda acción es agonística; la abstracción creativa es imponente y paralizantemente convencional. Los retos de fuerza deciden si una representación es válida o no. Punto. Para competir, hay que tener un contra-laboratorio capaz de vencer en estos retos de fuerza de apuestas al máximo o abandonar el sueño de construir mundos. Las victorias y las actuaciones son la acción esbozada en este libro seminal. “La lista de retos se convierte en cosa; literalmente, se reifica” (Latour 1987: 92).

Este poderoso sistema de tropos es como unas arenas movedizas. Science in Action trabaja con una mimesis inflexible y recursiva. La historia que se explica es explicada por la propia historia. El analista y el analizado hacen todos lo mismo y el lector es absorbido en el juego. Es el único juego imaginado. El objetivo del libro es “penetrando la ciencia desde el exterior, siguiendo controversias y acompañando a científicos hasta el final, siendo guiado lentamente fuera de la ciencia en construcción” (15). Se enseña al lector a resistir tanto la llamada del científico y del falso estudioso de estudios científicos. El premio es no quedarse atrapado en el laberinto y salir del espacio de la tecnociencia como vencedor, con la historia más fuerte. No es sorprendente que Steven Shapin empezara su reseña de este libro con el saludo de los gladiadores: “Ave, Bruno, morituri te salutant” (1988: 533).

De este modo, desde el punto de vista de algunos de los mejores trabajos de estudios científicos de finales de los ochenta, la “naturaleza” es un multiplicador de la hazaña del héroe, mucho más de lo que lo era para Boyle. En primer lugar, la naturaleza es una fantasía materializada, una proyección cuya solidez está garantizada por el representante auto-invisible. Desenmascarando esta figura, él o ella no serían engañados por las proclamaciones de realismo filosófico y las ideologías del miedo de la objetividad científica desencarnada a “volver” a una naturaleza que, desde el principio, no era otra cosa que una proyección. La proyección funciona al menos como tropo en tanto que mujer peligrosa amenazando a hombres sabios. Por otra parte, un segundo tipo de naturaleza es el resultado de retos de fuerza, también el fruto de la acción del héroe. Finalmente, el investigador también debe trabajar como un guerrero, probando la fuerza de sus enemigos y estrechando lazos con sus aliados, humanos y no humanos, igual que hace el científico-héroe. La cualidad de autosuficiente de todo esto es sorprendente. Es el poder autosuficiente de la propia cultura de la no cultura, donde todo el mundo es la imagen sagrada de lo Mismo. Esta estructura narrativa forma el corazón de la potente historia moderna del origen europeo.

¿Qué explica este compromiso intenso con la modestia masculina? Tengo dos propuestas. Primero, por no tener en cuenta las aproximaciones a la semiótica, la cultura visual y las prácticas narrativas que provienen específicamente de las teorías de oposición feministas, post-coloniales y multiculturalistas, muchos investigadores de estudios científicos examinan de manera insuficiente sus narraciones y tropos. En particular, las narrativas del “auto-nacimiento del hombre”, “la guerra como su órgano reproductor” y “la óptica del auto-origen” que ocupan un lugar tan principal en la ciencia y la filosofía occidentales siguen aún en su lugar, aunque tantas otras cosas han sido revisadas con éxito. En segundo lugar, en su rechazo enérgico a apelar a la sociedad para explicar la naturaleza y viceversa, muchos investigadores de estudios científicos, como Latour, han confundido otras narraciones de acción sobre la producción del conocimiento con narraciones funcionalistas que apelan en el gastado modo tradicional a categorías preformadas de lo social, como son raza, género y clase. O los críticos que investigan la ciencia y la tecnología desde el feminismo, el anti-racismo y los estudios culturales no han sido suficientemente claros en cuanto a las formaciones raciales, el género en construcción, la forja de las clases y la producción discursiva de la sexualidad a través de las prácticas constitutivas de la propia producción tecnocientífica, o los investigadores de estudios científicos no les están escuchando o leyendo –o ambas cosas. Para los teóricos de la crítica de oposición, tanto los hechos como los testigos se constituyen en los encuentros que conforman la práctica tecnocientífica. En la intensidad del fuego, sujetos y objetos se funden regularmente unos en otros. Ya es hora de acabar con el fracaso de los estudios científicos estándares y de oposición para entrar en contacto con sus trabajos respectivos. Inmodestamente, me parece que la falta de contacto no ha sido simétrica.

Quiero cerrar esta meditación sobre las figuras que pueden dar testimonio creíble sobre hechos preguntándome cómo hacer queer al testigo modesto esta vez para que se constituya en el horno de la práctica tecnocientífica como un MujerHombre auto-consciente, responsable y antiracista, uno de los proliferantes hijos descorteses en el siglo XXI del haec vir y la hic mulier de la modernidad temprana. Como Latour, la filósofa feminista de la ciencia Sandra Harding se ocupa de la fuerza, pero de un tipo distinto y dentro de una historia diferente. Harding (1992) desarrolla el argumento de lo que ella llama “objetividad fuerte” para reemplazar los fláccidos estándares para establecer hechos instaurados por las tecnologías literaria, social y material heredadas de Boyle. Es fundamental examinar en qué consiste la “independencia”. “Una noción más fuerte y adecuada de objetividad requeriría métodos para examinar sistemáticamente todos los valores sociales que dan forma a un proceso de investigación particular, no sólo aquellos que son diferentes entre los miembros de una comunidad científica. No deberían de conceptualizarse las comunidades científicas, ni los individuos, ni “absolutamente nadie”, como los “conocedores” de las declaraciones de conocimiento científico. Las creencias de alcance pancultural que no se examinan críticamente dentro de los procesos científicos acaban funcionando como prueba a favor o en contra de las hipótesis” (Harding, 1993: 18).

Harding sostiene que los proyectos que impulsan la democracia y las preguntas son los que tienen más posibilidades de encontrarse con los criterios más fuertes para la producción fiable de conocimiento científico, con reflexividad crítica incluida. Eso permite una esperanza ante pruebas cuanto menos ambiguas. Hay que convertir esta esperanza en hecho a través del trabajo práctico. Tal labor reconstituiría las relaciones que llamamos género, raza, nación, especie y clase de modos insospechados. Esa práctica social, técnica y semiótica reformada podría llamarse “intervenciones modestas”, según el término de Deborah Heath para los prometedores cambios en los estándares para construir conocimiento en una biología molecular que ella estudia de manera etnográfica.

Así, estando de acuerdo que la ciencia es el resultado de prácticas localizadas en todos los niveles, Harding coincide con Woolgar en que la reflexividad es una virtud que el testigo modesto necesita cultivar. Su sentido de la reflexividad, sin embargo, está más cerca de mi sentido de la difracción y de las intervenciones modestas de Heath que de la rigurosa resistencia de Woolgar a hacer ninguna proclamación fuerte de conocimiento. El objetivo es marcar una diferencia en el mundo, implicarse por unos modos de vida y no otros. Para hacerlo, hay que estar en la acción, ser finito y sucio, no trascendente y limpio. Las tecnologías que producen conocimiento, incluyendo la creación de posiciones de sujeto y los modos de habitar tales posiciones, deben hacerse visibles sin vacilar y estar abiertas a la intervención crítica. Como Latour, Harding se encarga de la ciencia en construcción. Al revés que el Latour de Science in Action, no confunde las prácticas constituidas y constituyentes que generan y reproducen sistemas de desigualdad estratificada –y que producen los cuerpos marcados, proteicos e históricamente específicos de raza, sexo y clase– con categorías preformadas y funcionalistas. No comparto su terminología macrosociológica ocasional ni su identificación demasiado evidente de lo social, pero creo que su idea básica es fundamental para un proyecto diferente de estudios de la ciencia fuertes, que no tenga ningún miedo de un proyecto ambicioso de simetría dedicado tanto a saber acerca de las personas y las posiciones desde las que puede venir el conocimiento y hacia las que va dirigido, como a diseccionar el estatus del conocimiento construido.

La reflexividad crítica, o la objetividad fuerte, no huye de las prácticas creadoras de mundos, ni de forjar conocimientos con posibilidades de vida y muerte diferentes construidas en su interior. Todo lo que evitan la reflexividad crítica, la difracción, el conocimiento situado, las intervenciones modestas o la “objetividad fuerte” es el dios bifronte y autoidéntico de las culturas trascendentes de la no cultura, por una parte, y de los sujetos y objetos exentos de la finitud permanente de la interpretación implicada, por otra. Ninguna capa de la cebolla de la práctica que es la tecnociencia está fuera del alcance de las tecnologías de la interpretación crítica y la investigación crítica sobre la posición y la localización; esa es la condición de la articulación, la corporeidad y la mortalidad. Lo técnico y lo político son como lo abstracto y lo concreto, el primer plano y el fondo, el texto y el contexto, el sujeto y el objeto. Como recuerda Kate King (1993), siguiendo a Gregory Bateson, estas son preguntas de esquema, no de diferencia ontológica. Los términos pasan de uno al otro; son sedimentaciones móviles de un hecho fundamental respecto al mundo –la relacionalidad. Curiosamente, la relacionalidad encajada es la profilaxis tanto para el relativismo como para la trascendentalidad. Nada viene sin su mundo, es decir que conocer ese mundo es crucial. Desde el punto de vista de la cultura de la no cultura, donde la separación entre lo político y lo técnico se mantiene a todo coste y la interpretación se asigna a un lado y los hechos al otro, esos mundos nunca pueden ser investigados. La objetividad fuerte insiste que tanto los sujetos como los objetos de las prácticas productoras de conocimiento deben ser localizados. La localización no consiste en una serie de adjetivos o etiquetación de raza, sexo o clase. La localización no es lo concreto respecto al abstracto de la descontextualización. La localización es siempre parcial, siempre finita, siempre juego intenso de primer plano y fondo, texto y contexto, que constituye la investigación crítica. Sobre todo, la localización no es transparente ni autoevidente.

La localización es también parcial en el sentido de ser para unos mundos y no para otros. No hay manera de que la objetividad fuerte evite este criterio polutivo. La socióloga y etnógrafa Susan Leigh Star (1991) explora la implicación de una manera quizás más fácilmente receptible por los investigadores de historia de la ciencia que el vocabulario filosófico convencional de Harding. A Star le interesa la implicación en grupos de personas u otros actores en los alistamientos y formaciones de alianzas que constituyen tanta parte de la acción tecnocientífica. Sus puntos de partida son los modos de interrogación feminista y simbólico-interaccionista, que privilegian el tipo de testimonio posible desde el punto de vista de aquellos que sufren el trauma de no cumplir los estándares. No cumplir los estándares es otro modo de transparencia o invisibilidad oximorónicamente opacas: Star intenta ver si este modelo conduce a la creación de un testigo modesto mejor. No cumplir los estándares no es lo mismo que existir en un mundo sin ellos. Consciente de los tipos de multiplicidad que resultan de la exposición a la violencia, de estar fuera de una norma poderosa, más que de posiciones de independencia y poder, Star se ve atraído por el punto de partida del monstruo, de lo que está exiliado del sujeto claro y limpio. Y así sospecha que las “voces de aquellos que sufren los abusos de la tecnociencia son de las más poderosas analíticamente” (Star, 1991: 30).

La propia persistente y molesta alergia de Star a la cebolla, y la reveladora dificultad de convencer a alguien que esa condición es real, por ejemplo en restaurantes, es su recurso narrativo en la cuestión de la estandarización. Para entrar en cuestiones de poder en ciencia y tecnología, Star se fija en cómo los estándares producen trabajo invisible para unos mientras que les dejan vía libre a otros, cómo las identidades consolidadas de algunos producen localizaciones marginales para otros. Star adopta lo que ella llama un punto de vista “cyborg”: su “cyborg” es la “relación entre tecnologías estandarizadas y experiencia local”, donde uno cae “entre las categorías y a la vez en relación con ellas” (39). 

Star piensa “que es más interesante analíticamente y más justo políticamente empezar simplemente con la pregunta cui bono, más que empezar con la celebración de la mezcla humano/no-humano” (43). No cuestiona la implosión de opuestos categóricos; le interesa quién vive y muere en los campos de fuerza generados. La estabilidad “pública” de algunos es sufrimiento “privado” para otros; la autoinvisibilidad de algunos viene al coste de la visibilidad pública de otros. Están “ocultos” por aquello que se convierte convencionalmente en la verdad sobre el mundo. Creo que esta ocultación revela la estructura gramatical de “género”, “raza”, “clase” y semejantes intentos torpes de categorías para nombrar cómo experimentan el mundo los no-estándar, que por otra parte son cruciales para las tecnologías de estandarización y facilidad de integración de otros.

En la descripción de Star, somos miembros de muchas comunidades de prácticas. La multiplicidad está en juego con cuestiones de estandarización, y nadie es estándar ni encaja en todas las comunidades de prácticas. Algunos tipos de estandarización son más importantes que otros, pero todas las formas funcionan produciendo elementos que encajan y elementos que no. La investigación en tecnociencia desde el punto de vista de los monstruos de Star no se centra necesariamente en aquellos que no encajan, sino en las contingencias semióticas y materiales contingentes que dan a luz tales posiciones que no encajan y las mantienen. Los monstruos de Star preguntan también de manera bastante descortés qué precio tiene, y quién lo paga, la posibilidad de unos de ser testigos modestos en un régimen de conocimiento mientras otros simplemente miran. Y los monstruos de un escenario marcan la norma en otros; la inocencia y la transparencia no están disponibles para testigos modestos feministas. La doble visión es crucial para investigar las relaciones de poder y estándar que se encuentran en el corazón de los procesos de fabricación de sujetos y objetos en la tecnociencia. Dónde empezar y dónde basarse son preguntas fundamentales en un mundo en el que “el poder trata de a quién pertenece la metáfora que une a los mundos” (Star 1991: 52). Las metáforas son herramientas y tropos. La cuestión es aprender a recordar que podríamos haber sido de otro modo y, de hecho, podríamos serlo. Tener alergia a la cebolla es un tropo irritante para la tentación académica de olvidar la propia complicidad en los aparatos de exclusión que constituyen lo que puede contar como conocimiento. Así que cerraré esta evocación del testigo modesto en la historia de la ciencia con la esperanza de que las tecnologías para establecer lo que puede contar como la verdad sobre el mundo puedan ser reconstruidas para realinear lo técnico y lo político, y que las preguntas sobre los mundos habitables posibles se sitúen visiblemente en el corazón de nuestra mejor ciencia.

El segundo milenio 

"No estaban seguros, pero sospechaban que los bailes pasaban del mal gusto porque la música se estaba volviendo peor y peor con cada estación que pasaba y el Señor esperaba para darse a conocer" Toni Morrison, Jazz
"No he escrito un Leviatán narrativo. ¿De verdad queríais otro?"
 Sharon Traweek, “Border Crossings” 

Desde un punto de vista milenarista, las cosas siempre van a peor. Las pruebas de la decadencia son exhilarantes y mobilizantes. Sin embargo, curiosamente creer en el desastre que avanza es de hecho parte de la fe en la salvación, sea esperada por revelaciones sacras o profanas, a través de la revolución, avances científicos dramáticos o rapto religioso. Por ejemplo, para activistas científicos radicales como yo, la comercialización capitalista del baile de la vida está siempre avanzando ominosamente; siempre hay pruebas de dominaciones tecnocientíficas más y más desagradables. Siempre hay una emergencia a mano, clamando por la necesidad de políticas transformadoras. Para mis hermanos gemelos, los creyentes verdaderos en la iglesia de la ciencia, siempre hay la promesa de la cura para el problema presente. Esa promesa justifica el estatus sagrado de los científicos incluso, o especialmente, fuera de los dominios de la habilidad práctica. De hecho, la promesa de la tecnociencia es, en cierta manera, su principal peso social. Las promesas deslumbrantes han sido siempre la otra cara de la pose engañosamente sobria de la racionalidad científica y el progreso moderno dentro de la cultura de la no cultura. Si la energía limpia ilimitada a través del átomo pacífico, la inteligencia artificial que sobrepase la meramente humana, el escudo impenetrable para el enemigo interno o externo o la prevención del envejecimiento se materializaran alguna vez o no es mucho menos importante que vivir siempre en la zona horaria de las promesas sorprendentes. En relación con esos sueños, la imposibilidad de la materialización ordinaria es intrínseca a la potencia de la promesa. El desastre alimenta esperanza radiante y desesperación sin fondo y yo, al menos, ya estoy saciada. Pagamos con creces por vivir dentro del cronotopo de las amenazas y promesas definitivas. 

Literalmente, cronotopo significa topos del tiempo o el topos a través del cual se organiza la temporalidad. Un topos es un lugar común, un espacio retórico. Como el lugar y el espacio, el tiempo nunca es “literal”, simplemente ahí; cronos siempre se entrelaza con topos, una idea teorizada abundantemente por Bakhtin (1981) en su concepto del cronotopo como figura que organiza la temporalidad. El tiempo y el espacio se organizan uno a otro en relaciones variables que muestran que cualquier proclama de totalidad, sea el Nuevo Orden Mundial, S.A., el Segundo Milenio, o el mundo moderno, es un gambito ideológico relacionado con los esfuerzos para imponer una organización corporal/espacial/temporal. El concepto de Bakhtin requiere que entremos en la contingencia, profundidad, desigualdad, inconmensurabilidad y dinamismo de los sistemas culturales de referencia a través de los cuales las personas se incorporan unas a otras en sus realidades. Llenos de amenazas y promesas definitivas, empapados de los tonos de lo apocalíptico y lo cómico, el gen y la computadora trabajan ambos como cronotopos a través de Testigo_Modesto@Segundo_Milenio. 

Así, lleno de esos costes, el Segundo Milenio es la máquina del tiempo en este libro; es la máquina que hace circular las figuras del testigo modesto, el HombreFemenino, y el OncoMouse en una historia común. La bomba de vacío fue un actor en el drama de la Revolución Científica. La potente agentividad del dispositivo en temas civiles y su capacidad de dar testimonio excedía la de la mayoría de personas que presenciaron sus actuaciones y supervisaron su funcionamiento. Aquellos a quien se podía atribuir un poder de agentividad cercano al de la bomba de vacío y su progenie en los siguientes siglos tuvieron que disfrazarse de ventrilocuos. Su subjetividad tuvo que convertirse en su objetividad, garantizada por el parentesco cercano con sus máquinas. Viviendo en la cultura de la no cultura, estos testigos modestos eran portavoces transparentes, puros medios que transmitían la palabra objetiva encarnada en hechos. Esos humanos eran testigos auto-invisibles de hechos, los nuevos garantes mundiales de objetividad. Los marcos narrativos de la Revolución Científica fueron un tipo de máquina del tiempo que situaba a sujetos y objetos en dramáticos pasados, presentes y futuros. 

Si la fe en la separación estable de sujetos y objetos en el modo de vida experimental fue uno de los estigmas definidores de la modernidad, la implosión de sujetos y objetos en las entidades que pueblan el mundo al final del Segundo Milenio –y el amplio reconocimiento de esta implosión en las culturas técnica y popular– es el estigma de otra configuración histórica. Muchos han llamado a esta configuración “postmoderna”. Proponiendo en cambio la noción de “metamoderno” para el momento actual, Paul Rabinow (1992) rechaza la denominación “postmoderno” por dos razones principales: (1) los tres ejes de Foucault de la episteme moderna –vida, trabajo y lenguaje– siguen jugando papeles claves en las configuraciones de conocimiento-poder actuales; y (2) el colapso de las metanarraciones que se supone que es el síntoma de la postmodernidad no es visible ni en la tecnociencia ni en el capitalismo transnacional. Rabinow acierta en ambos puntos, pero no dedica suficiente atención, para mi gusto, a la implosión de sujetos y objetos, cultura y naturaleza, en los campos cambiantes de la biotecnología, comunicaciones y ciencias computacionales actuales, así como en otros dominios punteros de la tecnociencia. Esta implosión resultante en un hermoso bestiario de cyborgs es diferente del cordon sanitaire entre sujetos y objetos erigido por Boyle y reforzado por Kant. No es sólo que los objetos, y la naturaleza, hayan sido mostrados como llenos de trabajo, una idea en la que insistió con fuerza Marx en el siglo pasado, aunque muchos de los investigadores de estudios científicos hayan olvidado sus prioridades aquí. Más fecundamente, en la matriz de la tecnociencia, y en los estudios científicos postfetales, quimeras humanas y no humanas, máquinas y organismos, sujetos y objetos son los puntos de paso obligatorios, las encarnaciones y articulaciones a través de las que los viajeros deben pasar para llegar a casi cualquier lugar del mundo. Chip, gen, bomba, feto, semilla, cerebro, ecosistema y base de datos son los agujeros de gusano que lanzan a los viajeros contemporáneos a los mundos contemporáneos. Estas quimeras no son primas hermanas de la bomba de vacío, aunque la bomba de vacío sea uno de sus antepasados. 

En cambio, entidades como chip, gen, bomba, feto, semilla, cerebro, ecosistema y base de datos son más como OncoMouseTM. Y los que testifican por los hechos se parecen menos al hombre modesto de Boyle de lo que se parecen al HombreFemenino. Conoceremos a estos dos complejos y genéticamente extraños seres patentados pronto, cuando se encuentren el uno al otro y descubran su parentesco. Bruno Latour (1993) propuso la útil noción de lo amoderno para los espacios inferiores en los que se gestan las quimeras realmente interesantes de humanos y no humanos. Pero, para mi gusto, aún ve demasiada continuidad con las prácticas de Boyle a finales del siglo XX. Creo que en el mundo está ocurriendo algo vastamente diferente de los esquemas constitutivos que establecieron las separaciones de naturaleza y sociedad propias de la “modernidad”, tal y como los europeos de la modernidad temprana y sus descendientes entendieron esa configuración histórica; y la tecnociencia reciente se halla en el corazón de la diferencia. En vez de nombrar esta diferencia –postmodernidad, metamodernidad, amodernidad, modernidad tardía, hipermodernidad o la simple modernidad genérica– le doy al lector una dirección de correo electrónico, si no una contraseña, para situar las cosas en la red. 

Pero, obviamente, no le puse un nombre inocente a mi dirección. Apelo a la tradición del realismo cristiano, que tiene tan mala reputación, y sus prácticas de figuración; y apelo a la relación de amor/odio con las historias apocalípticas de desastre-y-salvación mantenidas por personas que han heredado las prácticas del realismo cristiano, aunque no todas ellas sean cristianas, ni mucho menos. Como los alérgicos a la cebolla comiendo en McDonald’s, estamos forzados a vivir, al menos en parte, en el sistema material-semiótico de medidas connotado por el Segundo Milenio, tengamos un lugar o no en esa historia. Después de la herida, después del desastre, viene la recompensa, al menos para los elegidos; el cordero de Dios lo ha prometido. Creo que la tecnociencia contemporánea en los Estados Unidos está implicada profundamente en producir tales historias, modificadas ligeramente para encajar en las convenciones del realismo secular.

 En ese sentido, el “genoma humano” en las narraciones biotécnicas actuales funciona regularmente como una figura en un drama de salvación que promete la recompensa y restauración de la naturaleza humana. Como un ejemplo sintomático, consideremos una lista corta de títulos de artículos, libros y programas de televisión en la prensa científica popular y oficial sobre el Proyecto Genoma Humano para hacer el mapa y la secuencia de los genes en los 46 cromosomas humanos: “Durmiéndose sobre el Libro de la Vida”, “El Arca genética”, “Investigando los genes: la oportunidad de hacer el mapa de nuestro futuro”, “Génesis, la secuela”, “James Watson y la búsqueda del Santo Grial”, “Guía para ser humano”, “Huellas en nuestro barro”, “En el principio era el genoma”, “Un gusano en el corazón del Proyecto Genoma”, “Genética y teología: ¿complementarias?”, “Enorme empresa –Objetivo: nosotros mismos”, “La Iniciativa Genoma: Cómo se escribe ‘Humano’”, “Molde para un humano”, El Código de los códigos, Sueños genéticos, Juegos generacionales, Haciendo el mapa del Código, Genoma y, finalmente, en las televisiones BBC y NOVA, “Descodificando el Libro de la Vida”. Los genes son un poco como la Eucaristía de la biotecnología. Ser consciente de esto quizás me hará sentir más reverencia respecto a la comida modificada genéticamente.

 En mi colocación del testigo modesto en una máquina milenarista convencional es intrínseca la evocación del tiempo de tribulaciones inminentes. No faltan tales narraciones de desastres en las culturas técnica y popular de la tecnociencia. La máquina del tiempo del Segundo Milenio lanza expectativas de catástrofes nucleares, colapso económico global, pandemia planetaria, destrucción del ecosistema, el final de las familias protectoras, propiedad privada de las bases del genoma humano y muchos otros modelos de “primaveras silenciosas”.20 Por supuesto como en cualquier sistema de creencias, todo esto aparece como eminentemente real, eminentemente posible, quizás incluso inevitable, en cuanto habitamos el cronotopo que cuenta la historia del mundo de ese modo. No digo que esas amenazas no sean amenazadoras. Simplemente intento localizar la potencia de tales “hechos” sobre el mundo contemporáneo, que está tan enredada en la tecnociencia, sus amenazas y promesas. No hay camino hacia la racionalidad –hacia mundos de existencia real– fuera de las historias, al menos para nuestra especie. Este libro, como todos mis escritos, es más ansioso que optimista. No pido complacencia cuando hago la lista de los escenarios narrativos de amenazas y promesas sólo para tomar en serio que nadie existe en una cultura de la no cultura, incluyendo los críticos y los profetas además de los técnicos. Podríamos aprender a dudar provechosamente de nuestros miedos y certezas de desastres, tanto como de nuestros sueños de progreso. Podríamos aprender a vivir sin los discursos fortalecedores de la historia de la salvación. Existimos en un mar de poderosas narraciones: son la condición de la racionalidad finita y las historias de la vida personal y colectiva. No hay salida de las narraciones; pero, diga lo que diga el Padre Ciclópeo, hay muchas estructuras posibles de la narración, por no hablar de sus contenidos. Cambiar las narraciones, en el sentido material y el semiótico, es una intervención modesta que vale la pena. Salir del Segundo Milenio hacia otra dirección de correo electrónico es lo que deseo para todos los testigos modestos mutados. 

* texto extraído de Haraway, Donna (2004), The Haraway Reader, New York, Routledge: 223- 250. Traducción de Pau Pitarch. 

1 El comercio es una variante de la conversación, la comunicación, el contacto, el paso. Como cualquier buen economista diría, el comercio es un acto procreativo. 

2 Traweek estudió a los hijos legítimos de Robert Boyle; sus herramientas detectoras de físico son también las descendientes mecánicas de la bomba de vacío. Humanos y no humanos tienen progenie en las particulares prácticas reproductivas de la tecnociencia, exclusivamente masculinas. “He presentado el relato de cómo los físicos de la alta energía construyen su mundo y se lo representan como libre de su propia agentividad. Una descripción, tan profunda como he podido, de una cultura extrema de la objetividad: una cultura de la no cultura, que anhela apasionadamente un mundo sin cabos sueltos, sin temperamentos, géneros, nacionalismos o otras fuentes de desorden –un mundo fuera del espacio y el tiempo” (Traweek, 1988: 162). 

3 Por supuesto, lo que cuenta como garantía de desinterés o imparcialidad cambia históricamente. Shapin (1994: 409-417) pone énfasis en la diferencia entre los estándares caballerosos del cara-a-cara para confirmar la veracidad en la Inglaterra del s. XVII y las prácticas de la ciencia del s. XX, anónimas y garantizadas profesional e institucionalmente. Dentro de laboratorios de hormigón, sin embargo, Shapin sugiere que los miembros de la comunidad basada en interacciones cara-a-cara continúan valorando la credibilidad de maneras que Robert Boyle habría entendido. Parte del problema al que se enfrentan los científicos hoy en día es la legitimación de sus criterios a los ojos de personas “de fuera”. Uno de mis objetivos en este libro es problematizar qué cuenta como dentro y fuera a la hora de determinar estándares de credibilidad y objetividad. No puede permitirse que “desinteresado” signifique “dislocado”; i.e. no responsable, o inconsciente de, las compleja capas de la propia situación histórica colectiva en los aparatos para la producción del conocimiento. Tampoco “implicado políticamente” tiene que significar “parcial”. Hay una distinción delicada pero fundamental en la esperanza de una ciencia creíble y democrática. Etzkowitz y Webster (1995) discuten cómo las “normas de la ciencia”, y por tanto de lo que cuenta como objetivo, han cambiado durante el s. XX en los EEUU. Por ejemplo, en biología molecular, cuando la economía de las becas se erosionó, los investigadores basados en universidades con apoyo de impuestos y fundaciones que hacen “ciencia pura”, garantía semiótica de su credibilidad e imparcialidad, establecieron vínculos con grandes empresas, donde la propiedad intelectual y la ciencia implosionan. Quizás parte de la ansiedad en torno a la objetividad en las “guerras científicas” –en las que los investigadores de estudios científicos, los teóricos feministas, entre otros, se ven como una amenaza a la fe generalizada en la credibilidad y objetividad científica a través de su irresponsable “perspectivismo” y “relativismo”– se podría trazar hasta los estándares transformados de imparcialidad entre los propios científicos. Véase especialmente los ataques de Gross y Levitt (1994).

4 Shapin (1994) escribe casi exclusivamente sobre la tecnología social para garantizar la credibilidad. Analiza la transferencia del código del honor caballeroso, basado en la independencia del caballero, ese hombre con medios que no debe nada a nadie excepto la verdad, desde regiones sociales establecidas hacia un nuevo conjunto de prácticas –la ciencia experimental. La contribución más original de Shapin y Schaffer (1985) es su análisis del tejido de las tres tecnologías y especialmente del corazón del modo de vida experimental– el aparato sociotécnico que construyó y mantuvo la bomba de vacío, que tomo como metonímica del instrumento tecnocientífico en general.

5Potter (2001). Para escribir este capítulo, he trabajado con una versión manuscrita anterior del artículo de Potter, donde analizaba la controversia hic mulier/haec vir de la década de 1570 a 1620 en el contexto de ansiedades de género evidentes en escritores del Renacimiento en Inglaterra y que se extienden hasta Boyle y otros autores post-Restauración. Por lo tanto, no doy números de página. Potter se basó en Woodbridge (1984)

6 Sobre este tema, véase Schiebinger (1989) y Laquear (1990). Diferencia sexual “biológica” es una anacronía mía en la adjetivación de esta frase. 7 Véase Merchant y Easlea (1980).

8 Véase la serie de ensayos y contraensayos que empieza con “Epistemological Chicken”, de Collins y Yearley (1992: 301-326). Bruno Latour, Steve Woolgar y Michael Callon fueron los otros combatientes, unos con mejor humor que otros. El tema era qué podía contar como realmente real.

9 Hendricks (1996 y 1994). El sueño de una noche de verano se compuso hacia 1600. 

10 Explorando como se construía la “raza” en la Inglaterra de la modernidad temprana, Boose (1994) avisa en contra de escuchar significados de color en la escritura de los ss. XVI y XVII. Boose argumenta que la narración casi irrepresentable del amor y la unión sexual entre una mujer africana negra y un hombre inglés, ligada a cuestiones patriarcales europeas sobre el linaje y la fidelidad en la transmisión de la imagen del padre, era un nodo importante en la producción del discurso racial moderno. Influenciadas también por el discurso sobre los judíos y los irlandeses, las constituciones inglesas de la raza estaban cambiando a través del s. XVII, no sin relación con el hecho que desde mediados de silo “Inglaterra estaba compitiendo con los holandeses por el dudoso honor de ser el mayor tratante de esclavos del mundo” (1994: 40). Estos temas han sido muy poco estudiados a la hora de relatar las formas que tomó la ciencia en la modernidad temprana. 

11 Las ambigüedades y las tensiones entre las dos características principales de la aristocracia y la caballerosidad, cortesía y virtud heroica, deberían examinarse en el contexto del modo de vida experimental del periodo. Shapin (1994) reúne pruebas convincentes sobre la naturaleza y la importancia de la cortesía para establecer la credibilidad.

12 Dado que los números de página serán diferentes en la publicación, omito las referencias a la página tanto en el manuscrito como en el artículo en prensa de Potter.

13Schiebinger (1989: 25-26); Noble (1992: 230-231); Potter (2001). 

14 Véase Rose (1994: 115-135) para la historia de las mujeres en la Royal Society de Inglaterra.

15 “Desde esta perspectiva los campos de estudio propios del género y la ciencia serían el análisis de la red de fuerzas que apoya la conjunción histórica de ciencia y masculinidad, y la disyunción igualmente histórica de ciencia y feminidad. En una palabra, la creación conjunta de ‘hombres’, ‘mujeres’ y ‘ciencia’” (Keller, 1990: 74). Estoy completamente de acuerdo, si “género” significa aquí “clase”, y por tanto incluye constitutivamente los complejos linajes de las formaciones raciales, sexuales, nacionales y de clase en la producción de hombre, mujeres y ciencia diferenciados. 

16 Recuérdese el tropos del Ojo de Dios en la visión de Linneo del segundo Adán como el nombrador autorizado de las nuevas plantas y animales revelados por las exploraciones del s. XVIII. La naturaleza se puede ver y dar fe de ella; no es su propio testigo. Este punto de partida de la narración epistemológica es parte del aparato que coloca a las mujeres “blancas” y las personas “de color” dentro de la naturaleza Sólo pueden entrar en la ciencia como objetos; su única subjetividad científica se llama parcialidad e interés especial a no ser que se conviertan en hombres honorables honorarios. Esta es una historia etnoespecífica de representación, que requiere la sustitución y el ventrilocuismo como parte de su tecnología. El actor auto-agente que es el testigo modesto es también “agente” en otro sentido –como el delegado de la cosa representada, su portavoz y representante. Agentividad, óptica y tecnologías para registrar hechos son viejos compañeros de cama.

17 Merchant (1980); Easlea (1980); Séller (1985); Jordanota (1989); Noble (1992); Schiebinger (1989). 

18 El velo es el elemento epistemológico principal en los sistemas orientalistas de representación, incluyendo gran parte de la tecnociencia. El objeto del velo es prometer que hay algo detrás de él. El velo garantiza el valor de la búsqueda más que lo que se encuentra. El sistema metafórico de descubrimiento que es tan crucial para el discurso sobre la ciencia depende de que haya cosas escondidas esperando a ser descubiertas. ¿Como puede haber avances si no hay resistencia ni pruebas para la resolución y la virtud del héroe? El explorador es un héroe, otro aspecto de valor epistemológico masculino en las narrativas tecnocientíficas. Véase Yegenoglu (1993). La narratología feminista ha pasado mucho tiempo con estas cuestiones. Los investigadores de estudios científicos deberían dedicar un poco más de su tiempo a la narratología y la teoría del cine feminista y post-colonial.

19 Recuérdese que el autor es una ficción, una posición y una función adscrita. Y la escritura es dinámica, las posturas cambian. Hay otros Latours, dentro y fuera de los libros, que ofrecen una caja de herramientas trópicas mucho más rica que en Science in Action. En particular, en sus escritos y conferencias de mediados de los noventa, Latour, como también Woolgar y otros investigadores, muestran un interés serio y no defensivo por los estudios de la ciencia feministas, incluyendo la crítica de sus propias estrategias investigadoras y retóricas de los ochenta. Me centro en Science in Action en este capítulo porque el libro tuvo una circulación muy extensa en los estudios de la ciencia. Véase sin embargo Woolgar (1995) y Latour (1996).

20 N. del T. La expresión “primavera silenciosa” (silent spring) proviene del clásico estudio del mismo título publicado por la investigadora norteamericana Rachel Carson en 1962, que analizaba los riesgos a largo plazo del uso generalizado de pesticidas químicos en la agricultura. La frase se ha convertido en una metáfora del impacto potencialmente devastador de la ciencia y la sociedad humanas sobre el medio ambiente.

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